Como seres humanos somos mentales y emocionales. No obstante, nos identificamos mucho más con nuestra mente que con nuestras emociones. Venimos de una educación donde ser muy racional es más valorado que ser emocional.
El mundo racional siempre ha tenido más buena “reputación” que el mundo emocional.
Hasta los tiempos modernos actuales era más importante sobrevivir, tener suficiente para comer y un lecho dónde dormir que ocuparse de las necesidades emocionales. Como consecuencia de ello, no tenemos una educación en gestión emocional, ni nuestros abuelos ni nuestros padres la tuvieron, nadie nos ha enseñado cómo gestionar las emociones, cómo identificarlas, aprender a reconocer qué mensaje nos trae cada una, qué podemos hacer con ellas, cómo escucharlas, en definitiva, cómo vivirlas.
Esta ignorancia en la gestión emocional conlleva que cuando estas emergen, nos sintamos abrumados, ahogados y agobiados. Ante tanta incomprensión emocional preferimos desconectarnos de las emociones y no sentirlas. Así, todo se tranquiliza y volvemos a nuestra dimensión mental, que controlamos más, conocemos mejor (al menos eso creemos) y donde nos sentimos más seguros y confiados.
Como explico en mi libro Sobrevivir en la mente o vivir en el corazón, “las emociones son reacciones psicofisiológicas y biológicas que ocurren de manera natural, espontánea y automática ante un estímulo externo (ante cualquier experiencia al ver u oír algo) o interno (ante cualquier experiencia al pensar, recordar, imaginar o visualizar algo)”.
Las emociones son reacciones ante estímulos externos o internos que son sentidas en el corazón y vividas en el cuerpo. Las emociones siempre existen, es movimiento de vida como consecuencia de experiencias, situaciones o pensamientos, y circulan por nuestro cuerpo. Entonces ¿qué ocurre con ellas cuando no las dejamos emerger, cuando no las escuchamos ni las expresamos, cuando no nos las dejamos sentir ni vivir en el cuerpo, cuando las ignoramos, reprimimos y rechazamos? Pues simplemente se quedan latentes en nuestro cuerpo. Os puedo asegurar que ¡no desaparecen! ¡No se esfuman! Algún día, cuando menos te lo esperas, emergen de nuevo, pero esta vez con mucha más fuerza, tanta fuerza que no las puedes controlar ni gestionar como es debido. ¿Te sientes identificado con ello? ¿Te ha ocurrido alguna vez o te ocurre a menudo?
Nuestro cuerpo es como la “caja negra” de un avión, que registra todo lo que ocurre durante el vuelo. Nuestro cuerpo registra todo lo que ocurre durante toda nuestra vida. Si queremos saber la verdad de nuestra historia de vida, debemos recurrir al cuerpo, él nos dará todas las respuestas que necesitamos. Desde la neurociencia ya se sabe que “el cuerpo entero es una fuente de información porque el cuerpo entero es el campo donde se juegan las emociones, los pensamientos y la vida”, como apunta la Dra. Nazareth Castellanos en su libro Neurociencia del cuerpo, Editorial Kairós.
Para una buena gestión emocional, primero de todo debemos perder el miedo a sentir las emociones. El miedo a las emociones nos viene de nuestra memoria de la infancia.
De pequeños somos puro amor, estamos muy cerca de nuestro corazón, vivimos en el corazón y por lo tanto, estamos muy cerca de nuestro mundo emocional. Es más, antes de los 2 años, cuando todavía no tenemos desarrollado el lenguaje verbal, nuestra dimensión más cognitiva, el mundo emocional es prácticamente el único conocido y el único desde el que nos sabemos y podemos expresar y comunicar con los adultos. Por ejemplo, lloramos cuando tenemos hambre, sueño o frío, y gritamos cuando nos sentimos impotentes y sentimos que nuestras necesidades no son tenidas en cuenta.
Cuando todavía no hablamos, solamente podemos comunicarnos a través de nuestras emociones. No obstante, el mundo de los adultos, que no sabe escuchar ni gestionar sus emociones y que ha olvidado vivir en el corazón, no conoce el significado de estas emociones, se siente abrumado y no puede sostener tanta emocionalidad.
En vez de aprender a abrirse sin juicio a esta emocionalidad, son los pequeños los que aprenden rápido a reprimirlas y a desconectarse de ellas. Cuántas veces nos han dicho nuestros padres o hemos dicho a nuestros hijos: ¡No llores! ¡No grites!
En vez de preguntar: ¿Por qué lloras? ¿Por qué gritas? ¿Qué necesitas?O simplemente estar allí en silencio, con nuestra presencia, para que la emoción del pequeño sea vivida como necesite vivirla, sin poner juicio, con compasión, y así se sienta sostenido y acompañado.
Como sentirnos acompañados y sostenidos de pequeños, en nuestra emocionalidad, no es lo habitual, aprendemos muy rápido a desconectar de nuestras emociones. Desconectamos para no sufrir la emoción que no podemos sostener solos (porqué es demasiada emocionalidad para un cuerpo tan pequeño) y para no sufrir el dolor emocional de la soledad y la incomprensión de no sentirnos sostenidos ni acompañados (sin juicio) en nuestra emocionalidad.
Es más inteligente desconectar de nuestras emociones. Para desconectar de nuestras emociones necesitamos desconectar del cuerpo. Desconectamos del cuerpo para no sentir el malestar emocional. No obstante, al desconectarnos del malestar emocional también nos desconectamos de todo lo bonito que ocurre en nuestro cuerpo, de nuestro bienestar corporal, que también existe. Desconectamos de todo.
El cuerpo deja de ser nuestra brújula para gestionar nuestra vida y esto, que fue inteligente para sobrevivir de pequeños, se convierte en un problema cuando llegamos a la edad adulta, pues nos ayuda a seguir sobreviviendo, pero no nos permite vivir, vivir en nuestro corazón y cerca de nuestra emocionalidad.
Volviendo a citar a Castellanos “el cuerpo sabe lo que la mente aún no se ha dado cuenta” y por lo tanto, si nos desconectamos del cuerpo y de nuestras emociones, no nos podemos anticipar a la mente y darle más información a esta para poder tomar mejores decisiones, comunicarnos más empáticamente, actuar más acertadamente, en definitiva, gestionar y liderar mejor nuestra vida, tanto personal como profesional.
El trabajo de conciencia corporal te permite volver a sentir tu cuerpo, volver a reaprender a escuchar tus emociones y todo lo que ocurre y lo que circula en él, te permite descubrir que el cuerpo es un buen lugar donde sostenerse, donde poder acoger cualquier emoción, agradable o desagradable, pues todas las emociones son positivas y nos traen un mensaje que nos sirve de “GPS” para accionar en consecuencia, para responder y satisfacer a nuestras necesidades vitales más fundamentales.
Si tenemos más conciencia corporal, y por lo tanto somos más conscientes de lo que nos pasa, estamos más presentes, más disponibles para nosotros mismos, estamos más cerca de nuestro corazón, tenemos más posibilidades de darnos lo que necesitamos y de tratarnos con más compasión y con más amor.
Si aprendemos a hacer esto con nosotros mismos, también lo vamos a aplicar con nuestro entorno, nuestros hijos, nuestros padres, nuestras amistades, nuestros compañeros de trabajo, nuestros alumnos, nuestro equipo, nuestros socios, nuestros clientes, nuestros proveedores, etc…
Estaremos más disponibles y amorosos para nosotros y para los demás con el bienestar que esto supone para uno mismo y para el entorno.
Practicar la conciencia corporal te ayuda a confiar más en tu cuerpo y a sentir que este es un buen lugar donde estar, un lugar en el que te puedes sentir en confianza, un lugar seguro y que además te va a dar la información (que la mente consciente todavía no tiene) de manera anticipada para gestionar, sostener, vivir y liderar mejor tu vida, tanto personal como profesional.